miércoles, 8 de abril de 2009

Recordando viejos tiempos

Durante la segunda mitad de la década de los 90 del pasado siglo, solía yo pasar mis vacaciones en un pequeño, encantador y todavía poco conocido pueblecito, que por aquel entonces contaba sólo con unos 1.000 habitantes, situado en la costa de Cádiz, llamado Zahara de los Atunes. En aquéllos tiempos, ni la masificación del turismo ni la especulación inmobiliaria se habían cebado todavía en la zona.

En relación con lo primero, el Hotel Atlanterra, Casa Antonio y su magnífico restaurante -directamente situado sobre los cañaverales de la luminosa playa-, y la marisquería Porfirio constituían lugares emblemáticos dotados de una magia innegable y enfocados a un turismo de calidad y de escaso volúmen. Junto a estos lugares -ineludibles para mí- convivían unos pocos pequeños hoteles y pensiones junto a restaurantes de menor categoría pero también con un profundo encanto. Por aquel entonces, aquel pueblecito cuna del torero Paquirri, constituía un perfecto exponente de lo que se ha dado en llamar turismo sostenible.

En cuanto a lo segundo, el boom inmobiliario que había venido experimentado nuestro país y que finalizó con el estallido de la crisis de 1992, había pasado relativamente de largo por Zahara. La única manifestación del mismo -de una cierta importancia-, la constituía un complejo turístico denominado Atlanterra Pueblo, dotado de algo más de un centenar de apartamentos de precioso diseño. La crisis posterior frenó en seco cualquier nueva iniciativa inmobiliaria durante varios años. Y el pinchazo de la burbuja también afectó inexorablemente a la zona, de manera que lo que se había comprado antes de la crisis a un determinado precio no iba a poder ser vendido de ninguna manera al mismo precio una vez que dicha crisis había estallado.

Durante bastante tiempo -años-, el número de carteles de venta colgando de los apartamentos del complejo no dejó de aumentar. A los existentes en cada momento se les iban sumando otros nuevos que, al igual que los anteriores, una vez colgados permanecían allí indefinidamente. Porque prácticamente ninguno encontraba comprador.

Y se daba una circunstancia curiosa: si se solicitaba información sobre los distintos -y numerosos- apartamentos en venta en aquella urbanización, se observaba que los precios pedidos en todos los casos eran muy similares, cuando no idénticos. Recuerdo que el precio que solían pedir por un apartamento de dos dormitorios con garaje era en casi todos los casos de unos diez millones y medio de pesetas. ¿A qué se debía esta aparentemente singular coincidencia?

Pues pura y simplemente a que ésa era mas o menos la cantidad que todos los ahora aspirantes a vendedores habían pagado cuando compraron sus viviendas. Y aunque deseaban vender, nadie estaba dispuesto a hacerlo "perdiendo". A pesar de que sus viviendas valían ahora menos, los vendedores no estaban dispuestos a aceptar el dictamen del mercado. La consecuencia era que no había transacciones.

Para mayor inri, cuando la situación económica del país comenzó a recuperarse, los promotores inmobiliarios volvieron a fijar de nuevo sus ojos en Zahara de los Atunes.; una promotora se decidió a construir una nueva urbanización en la zona. Primera línea de playa, extensísimos jardines, diseño más moderno (aunque quizás con menos encanto), calidades similares, superficies equivalentes, garaje incluido y... ¡a unos siete millones y medio de pesetas!.

De esta forma, se mantuvo durante cierto tiempo un -a mi entender- curioso fenómeno: la coexistencia de dos mercados inmobiliarios completamente separados entre sí. Uno real, que se desarrollaba con fluidez, constituido por la nueva promoción y que se ofrecía a un precio que los compradores estaban dispuestos a pagar; y otro mas bien teórico, enrocado en la ilusión de unos precios históricos que la evolución del mercado había convertido en excesivos.

Desde el punto de vista de la teoría económica, podía predecirse que el mercado inmobiliario de Zahara de los Atunes, globalmente considerado, presentaba una situación de desequilibrio que antes o después se acabaría corrigiendo, como así fue cuando los precios en ambos mercados, hasta entonces estancos, finalmente acabaron confluyendo. A partir de ese punto, las operaciones en Atlanterra Pueblo también comenzaron a fluir y los carteles de venta fueron disminuyendo paulatinamente.

Sin embargo, aquellos vendedores de Atlanterra Pueblo que se mantuvieron en sus trece y decidieron aguantar hasta obtener el mismo precio -pero en términos nominales- que ellos pagaron, consiguieron una victoria de lo más pírrica. Porque si tuvieron que esperar cinco, seis, siete o más años para lograrlo, probablemente perdieron más en términos reales que si hubieran vendido cuando inicialmente decidieron hacerlo, aceptando un precio de mercado. Pero es que de ilusión también se vive...

Lo anterior viene a cuento de las manifestaciones que en relación con la situación actual del mercado inmobiliario se vienen realizando por distintas promotoras, bancos y otras partes interesadas, afirmando -en esencia- que los precios ya han bajado lo que tenían que bajar.

Pero cabe preguntarse que si el mercado ya ha bajado lo que tenía que bajar, como ellos quieren hacernos creer, ¿por qué no hay transacciones, por qué no se venden pisos? Parece obvio que es el mercado, y no ellos, el que dirá si es cierto o no lo que afirman tan alegremente (mi opinión es que no).

Y la prueba será muy sencilla y resultará harto evidente: habrán bajado lo necesario en el momento que las compras vuelvan a fluir. Lo demás no es más que puro voluntarismo.

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